lunes, 16 de julio de 2012

BOSCH: SU AUTOBIOGRAFÍA POLÍTICA, LA HISTORIA DE LA FUNDACIÓN DEL PRD Y DE LOS ORÍGENES DEL PLD


Juan Bosch, en su libro “PLD un Partido Nuevo en América” narra la historia de la fundación del PRD, en Cuba 1939, y toda la trayectoria por la que paso ese partido mientras estuvo al frente de su dirección y de las causas que lo llevaron a abandonarlo(PRD) en 1973, el Partido que fundara juntos a otros dominicanos en 1938, entre ellos, el Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez, para fundar un nuevo Partido(PLD) que estuvieran en condiciones políticas e ideológicas para completar la obra de Juan Pablo Duarte, que era la liberación económica, política de la República Dominicana. También, en este libro, el Profesor Juan Bosch hace una especie de autobiografía política. Contando en qué momento y en qué circunstancias se inicia en la política militante, asumiendo el reto de luchar por su patria para liberarla de la dictadura oprobiosa de Trujillo y darles a los dominicanos y dominicanas una vida más justa y digna. Pero lo más importante de este libro, es que a través de su lectura podemos darle seguimiento a la evolución del pensamiento social y político de Juan Bosch.
Informamos a nuestros amigos lectores que nos siguen día a día con mucha atención por la web, que a partir de hoy, por considerarlo sumamente importante para poder comprender el pensamiento de Bosch y su evolución, le presentaremos a través del blog: “Circulo de estudio Profesor Juan Bosch” capitulo por capitulo, el libro”PLD un Partido Nuevo En América”. Esperamos que lo disfruten
EL PLD: UN PARTIDO NUEVO EN AMÉRICA ((Primera entrega)
Juan Bosch
¿POR QUÉ SE HA ESCRITO ESTE LIBRO?
Por varias razones. Una de ellas es proporcionarles a los miembros del Partido de la Liberación Dominicana (PLD) que ingresaron en él años después de haber sido fundado el conocimiento de las causas de su fundación, porque ese conocimiento fortalece en ellos su sentimiento partidista; otra razón es la necesidad de dejar constancia, para que lo tomen en cuenta, de manera especial los que piensan que el PLD es un partido del tipo del Reformista Social Cristiano (PRSC), o del Revolucionario Dominicano (PRD), que en nuestro país hay por lo menos una organización política que ha creado normas de organización absolutamente nuevas, que no eran conocidas en la República Dominicana pero tampoco en otros lugares de América, lo que quiere decir que la manera como se ha organizado y funciona el PLD ha sido una creación política puramente nacional.

Lo que acaba de ser dicho no es un alarde ni cosa parecida, y si alguien piensa que en un país como el nuestro, de conocido retraso en todos los órdenes, no puede darse una muestra de desarrollo político como el que pretendemos haber alcanzado los fundadores del PLD, lo invitamos a leer este libro, en el cual se expone de manera detallada el proceso que se siguió para organizar el partido descrito en las páginas de los orígenes del PLD.
Fue precisamente el atraso político del pueblo dominicano que produjo, como reacción ante ese atraso, la necesidad de crear un partido que debía operar como formador de cuadros, de hombres y mujeres nuevos en su posición ante los problemas que afectan al pueblo; o dicho de otra manera, hombres y mujeres capaces de enfrentar los males nacionales con la seriedad y la asiduidad con que lleva a cabo sus tareas la monja católica en un país africano o de América.

Los orígenes del PLD fueron escritos en una serie de artículos que ahora figuran como capítulos; cada artículo se publicaba semanalmente en Vanguardia del Pueblo, el órgano del Partido de la Liberación Dominicana, y al compilar esos artículos en un volumen se hace fácil enviar ejemplares a países de la lengua española e incluso a centros urbanos norteamericanos donde haya concentración de hispanohablantes, lo que se hará con un propósito político: dar a conocer la existencia en la República Dominicana de un partido cuyo esquema organizativo puede ser reproducido en países del Tercer Mundo, todos los cuales avanzarían en el orden político reproduciendo el PLD. Hacer lo posible para que eso suceda es un deber que nos ordena cumplir la entrañable fraternidad que une a todos los iberoamericanos.

Este libro servirá también para que los comentadores de la política nacional aprendan a distinguir la diferencia que hay entre los líderes y los caudillos, conceptos que la casi totalidad de esos comentadores ignoran cuando se refieren al autor de los orígenes del PLD calificándolo de caudillo. El caudillo es el que manda; el líder es el que dirige.
En un partido de organismos no puede haber caudillos ni mayores ni menores, porque en los organismos se toman decisiones por votación, no por imposición de una persona.

Naturalmente, en el libro cuya introducción se hace con estas líneas no se puede explicar toda la complejidad de la vida del PLD; eso sólo se explica militando en sus filas o haciendo un curso que la dirección del Partido de la Liberación Dominicana puede organizar para quienes deseen conocer en todas sus manifestaciones cómo funciona nuestro partido, siempre, desde luego, que los que deseen participar en ese curso demuestren, de manera convincente, que lo que se proponen es aprender del PLD lo que el PLD puede enseñar para beneficio de otros partidos, no los que quieran hallar en el PLD lo que no se les ha perdido.

Juan Bosch
Santo Domingo, R.D.,
23 de junio de 1989.


Los orígenes del Partido de la Liberación Dominicana no se hallan a la distancia de los 15 años transcurridos desde el día 15 de diciembre de 1973, fecha en la cual se llevó a cabo su fundación; en realidad son más lejanos, nada menos que 34 años —un tercio de siglo— antes de ese día, pues fue en el 1939 cuando se inició la etapa política de mi vida, que comenzó con la fundación del Partido Revolucionario Dominicano, que no fue obra mía como ha dicho alguien sino de un médico nacido en la República Dominicana pero llevado a Cuba cuando tenía 2 años. Ese médico se llamaba Enrique Cotubanamá Henríquez y era hijo del Dr. Francisco Henríquez y Carvajal, lo que deja dicho que era hermano de Pedro y Camila Henríquez Ureña, pero nacido de un segundo matrimonio de su padre pues Salomé Ureña de Henríquez, la madre de los Henríquez Ureña, había muerto en 1898.

El Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez, a quien sus amigos y familiares llamaban Cotú, no olvidaba que había nacido en la República Dominicana, donde su padre y sus hermanos mayores eran figuras de gran prestigio intelectual y político, y en Cuba leía la revista Carteles en la cual se publicaron cuentos míos en 1936 y 1937. En esos años los cubanos vivían los sacudimientos políticos que produjeron la lucha contra la dictadura de Gerardo Machado y la caída del dictador, ocurrida al comenzar el mes de septiembre de 1933. Entre los efectos de esos sacudimientos estuvo la creación del Partido Revolucionario Cubano, que fue bautizado con el mismo nombre que tuvo el que había fundado José Martí para organizar con él la Guerra de Independencia iniciada en febrero de 1895.
El Partido Revolucionario Cubano de los años posteriores a la caída de Machado era conocido por la denominación de auténticos que se les daba a sus miembros, y en su creación jugó un papel de cierta importancia el Dr. Enrique Cotubanamá
Henríquez, a quien le tocó redactar la parte doctrinaria de esa organización política.

Todo lo dicho en el párrafo anterior sirve para explicar por qué el Dr. Henríquez bajó cierto día del año 1938 a los muelles de la capital dominicana adonde había llegado en uno de los barcos cubanos que hacían la ruta Habana-Santiago de Cuba-Santo Domingo y se dirigió a la casa de un familiar al que le preguntó mi dirección. La respuesta que le dieron fue que yo estaba viviendo en San Juan de Puerto Rico, y unos meses después el Dr. Henríquez se presentó en la Biblioteca Carnegie, donde yo trabajaba en la transcripción de todo lo que había escrito Eugenio María de Hostos.
(Esa transcripción se hacía en maquinilla de escribir con el propósito de organizar la producción literaria del gran pensador puertorriqueño que iba a ser publicada en la colección de sus obras completas).

Lo que el Dr. Henríquez fue a tratarme, o mejor sería decir, a proponerme, fue que yo debía dedicarme a la creación de un partido político cuya finalidad sería liberar a la República Dominicana de la dictadura trujillista. Ese partido, explicó, se llamaría Revolucionario Dominicano como el de Cuba se llamaba Revolucionario Cubano. Entre las cosas que dijo la que me impresionó fue su oferta de escribir todo lo que se refiriera a la base ideológica o doctrinaria del Partido Revolucionario Dominicano. Yo le oía sin hacer el menor comentario y mucho menos preguntas porque lo que él decía era para mí tan novedoso como si el Dr. Henríquez hablara en una lengua extraña.

No quería ser político

Yo no quería ser político. Para mí la política era lo que me había llevado a abandonar mi país, pues tal como lo dije en una carta dirigida a Trujillo, fechada en San Juan de Puerto Rico el 27 de febrero de 1938, cuatro o cinco meses antes de recibir la visita del Dr. Henríquez, de seguir viviendo en la República Dominicana, “además de no poder seguir siendo escritor, tenía forzosamente que ser político”, y aclaraba: “...yo no estoy dispuesto a tolerar que la política desvíe mis propósitos o ahogue mis convicciones y principios. A menos que desee uno encarar una situación violenta para sí y los suyos, hay que ser político en la República Dominicana. Es inconcebible que uno quiera mantenerse alejado de esa especie de locura colectiva que embarga el alma de mi pueblo y le oscurece la razón: el negro, el blanco, el bruto, el inteligente, el feo, el buenmozo: todos se lanzan al logro de posiciones y de ventajas por el camino político.
¿Cómo es posible que no se comprenda que la política no es arte al alcance de todo el mundo? La marcha de la sociedad la rigen los políticos; ellos deben ser seis, siete; así es en todos los países y así ha sido siempre; nosotros involucramos los principios universales y exigimos que las mujeres, los niños y hasta las bestias actúen en política. Yo, que repudiaba y repudio tal proceder, vivía perennemente expuesto a ser carne de chisme, de ambiciones y de intrigas. Yo no concibo la política al servicio del estómago, sino al de un alto ideal de humanidad”.

Tan fuerte era mi repudio a la actividad política que se ejercía en la República Dominicana, que en otro párrafo de esa carta le decía al dictador: “Yo sé que he salido de mi tierra para no volver en muchos años, porque considero que la actual situación será de término largo y porque sé que fuera de un cargo público yo no tendría ahora medios de vida en mi país, y no podría estar en un cargo público absteniéndome de hacer política”.

El criterio que exponía en esa carta se lo expuse también al Dr. Henríquez, sin mencionarle el hecho de que yo le había escrito a Trujillo diciéndole lo que significaba para mí la política tal como ella se aplicaba en mi país, y la mayor parte del tiempo que usamos en hablar de ese tema la consumió él explicándome la diferencia que había entre la política que se ejercía en Cuba y la que se llevaba a cabo en la República
Dominicana. Precisamente, decía el Dr. Henríquez, para que el pueblo dominicano pudiera aprender en la práctica diaria qué es la política y cómo debe ejercerse, era absolutamente necesario librar al país de la tiranía trujillista.

Esa entrevista con el hijo del Dr. Francisco Henríquez y Carvajal me dejó tan impresionado que pocos días después empecé a buscar información acerca de cómo había organizado José Martí su Partido Revolucionario Cubano, y lo que llegué a saber fue poco, o mejor sería decir muy poco. Lo que me interesaba era tener una idea precisa de lo que había que hacer para formar hombres que al mismo tiempo que tuvieran una idea clara de lo que debía ser la política dominicana supieran cómo actuar para sacar del poder a Trujillo y a sus colaboradores más cercanos. Nada de eso fue tratado en la conversación que sostuve con el Dr. Henríquez, y por mucho que busqué, en la Biblioteca Carnegie no hallé un libro que pudiera ayudarme a aclarar mi concepto de lo que era la política.

Una cosa piensa el burro...

Como desde mi niñez había leído en la casa de mi abuelo materno la historia del Cid Campeador y en la mía el Don Quijote, y como mi padre destacaba siempre que se hablaba de episodios históricos de algún país, sobre todo si se trataba de uno europeo, la importancia de los jefes militares no sólo en las guerras sino también en actividades civiles, yo crecí con una idea fija, aunque no sabía por qué, acerca del papel que juega en cualquier país la persona que ahora llamamos líder, y en la conversación que mantuve con él, o sería más apropiado decir que él mantuvo conmigo, le pregunté al Dr. Henríquez quién, a su juicio, debía o podía ser el líder de ese partido que él me proponía fundar, y su respuesta fue que debía ser yo, a lo que respondí diciendo que yo no tenía las condiciones que se requerían para dirigir un partido político; que a mi juicio el líder debía ser el Dr. Juan Isidro Jiménez Grullón, que llevaba un nombre conocido en todo el país porque su abuelo, que tenía el mismo nombre, había sido presidente de la
República dos veces, y su bisabuelo lo había sido una vez; le expliqué que el Dr. Jiménez Grullón estaba viviendo en Nueva York ,pero que yo le pediría que viajara a Puerto Rico para hablar con él sobre la posibilidad de fundar el Partido Revolucionario
Dominicano. El Dr. Henríquez halló que lo que yo decía tenía sentido, y en la noche de ese mismo día, mientras el buque cubano en que había llegado a San Juan de
Puerto Rico navegaba de retorno a Cuba, le escribí al Dr. Jiménez Grullón pidiéndole que se llegara a San Juan donde tenía algo importante que tratarle.

Cuando el Dr. Jiménez Grullón llegó a San Juan yo le tenía preparada una conferencia que debía dar en el Ateneo Puertorriqueño, el lugar donde se reunían los intelectuales más conocidos de la isla borinqueña. Allí había dado yo una titulada Mujeres en la vida de Hostos. La del Dr. Jiménez Grullón sería sobre la situación política de la República Dominicana, y al decirla se lució porque era un orador natural que sabía usar las palabras y además sabía manejar las manos cuando tenía que moverlas para reforzar con sus movimientos lo que iba diciendo. Con esa conferencia el nieto del jefe del partido que llevó su nombre (el Gimenista, popularmente conocido como el de los bolos) quedó presentado a los intelectuales de Puerto Rico, primer escalón, pensaba yo, de la escalera que debía conducirlo al liderazgo del futuro Partido Revolucionario Dominicano, si ese partido era creado como lo proponía el Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez.

El Dr. Henríquez volvió a Puerto Rico y en esa segunda ocasión le presenté al Dr.Jimenes Grullón. Con la presentación quedaba yo libre de seguir ocupándome en tareas políticas, al menos, así lo creía, pero el campesino dominicano de esos años repetía con frecuencia un refrán: “Una cosa piensa el burro y otra el que lo está aparejando”, y el que aparejaba al burro de la historia dominicana tenía planes diferentes a los míos; tan diferentes que de buenas a primeras Adolfo de
Hostos, hijo de Eugenio María de Hostos, entró en el salón de la Biblioteca Carnegie, donde bajo mi dirección dos mecanógrafas copiaban los trabajos de Hostos, y me dijo: “Prepárese para ir a Cuba a dirigir la edición de las obras completas.
El concurso de su publicación ha sido ganado por una editorial cubana. Por su trabajo allá se le pagarán 200 dólares mensuales”. En la vida de algunos seres humanos se dan hechos que parecen fortuitos y no lo son, pero es al cabo de algún tiempo cuando los protagonistas de esos hechos advierten que no fueron casuales. Por ejemplo, un año antes de mí llegada a La Habana rodeado de varios bultos en los que iban las copias
mecanográficas de todo lo que Eugenio María de Hostos había escrito —al menos, todo lo que se había reunido hasta el año 1937— yo no conocía al Dr. Enrique Cotubanamá
Henríquez y ni siquiera tenía noticias de su existencia; y sin embargo cuando descendí la escalera del vapor Iroquois para llegar al muelle junto al cual había atracado el buque de ese nombre, allí estaba él esperándome, y mientras aguardábamos la bajada del equipaje el Dr. Henríquez me dijo que había contratado para mi uso, en una pensión, una habitación con baño y servicio sanitario, que en el alquiler estaba incluida la comida y que la casa donde se hallaba la pensión estaba cerca de la suya; que él me acompañaría en el viaje del muelle a esa casa y me visitaría al día siguiente para llevarme al lugar donde él vivía, al cual iríamos a pie porque la distancia entre las dos casas era corta, y en efecto, así era, y por ser así al segundo día de mi llegada a La Habana estaba yo en los altos de una casa de piedra situada frente al mar, en el paseo llamado Malecón. Delante de mí, separado de él por un escritorio, el Dr. Enrique Cotubanamá Henríquez leía unos papeles en los cuales se describía lo que sería el Partido Revolucionario Dominicano, incluyendo un esbozo de sus futuros estatutos, y con esa lectura comenzaba una etapa nueva en mi vida, la del aprendiz de la teoría y la actividad política.

Yo tenía que dedicarle la mayor parte del tiempo al trabajo que había ido a hacer en La Habana: la edición de las obras completas de Hostos. La casa editora, llamada Cultural, S.A., tenía sus talleres en un barrio muy separado del Vedado, y sobre todo de la parte del Vedado donde estaba viviendo, que era el Malecón, y viajar dos veces al día al lugar donde se componían y se imprimían los libros de Hostos y retornar dos veces a la pensión donde estaba viviendo me consumía diez horas diarias salvo los sábados y los domingos, de manera que sólo podía ver al Dr. Henríquez esos dos días, y no siempre porque él tenía sus tareas, las propias de un médico, pero también sucedía que una que otra vez cuando llegaba a su casa él o sus familiares estaban recibiendo visitas; de todos modos, cuando disponía de su tiempo, lo que él decía o era siempre de carácter político o de temas que se relacionaban con la política. Por ejemplo, contaba, para dármelos a conocer, episodios de las luchas políticas de Cuba, sobre todo de las más recientes, o de las de México, y en tales casos destacaba con claridad la diferencia que había entre la política de esos dos países y la de la República Dominicana, y al exponer el contraste que había entre la actividad política de Cuba y de México con la de la República Dominicana iba creando en mí una conciencia política similar a la que sobre una materia cualquiera, fuera Física, fuera Matemática o fuera Literatura creaban en esos tiempos los maestros de bachillerato en las mentes de sus estudiantes; pero además, sucedía que la sociedad cubana, en todas sus clases y capas de clases sociales, estaba viviendo una etapa de fervor político porque eran muchos los sectores populares que reclamaban una elección de diputados constituyentes para elaborar la Constitución que en la historia del país se conocería con el nombre de la Constitución de 1940.

Proceso de desarrollo político

En septiembre de 1939 comenzó la Segunda Guerra Mundial con la invasión de Polonia por tropas alemanas —el ejército nazi de Adolfo Hitler—, acontecimiento de proporciones mundiales que conmovió a todos los cubanos y en mi caso provocó una reacción tan violenta que estuve varios días sacudido por un estado de indignación que no podía controlar. Las noticias que publicaban los periódicos cubanos y que difundían las estaciones de radio eran alarmantes porque en ellas se describían las barbaridades que estaban ejecutando en Polonia las tropas hitlerianas. A mí me parecían los hechos que estaban sucediendo en la patria de Chopin una repetición de lo que hasta poco tiempo antes había sucedido en España, y la sangrienta guerra civil española estaba relacionada en el mundo de mis sentimientos con Trujillo y su dictadura, lo que era un indicio de que, al menos en el terreno emocional, yo estaba convirtiéndome en un militante anti trujillista, y sabía que en el origen de esa militancia estaba la prédica del
Dr. Henríquez, a quien a esas alturas yo le llamaba, como sus familiares y amigos, Cotú a secas.

La simultaneidad de la guerra en Europa con la campaña para elegir diputados constituyentes puso la atmósfera política en un alto grado de actividad. Hasta el limpiabotas de los muchos que había siempre en el Parque Central, cuando le prestaba servicio a alguien conocido ponía como tema de cambio de palabras, si no de conversación, el de la guerra mundial o el de las elecciones a diputados a la Asamblea Constituyente, de manera que todo el que tuviera cierto nivel de conocimiento de lo que estaba ocurriendo en el mundo y en Cuba —y esos eran la mayoría de los cubanos—acababa cambiando impresiones de carácter político lo mismo con personas conocidas que con las desconocidas que compartían un lugar común, por ejemplo, el asiento de un ómnibus, el de un tranvía o la vecindad de mesas en un restaurant o en el sitio donde entraba a tomarse un café, un refresco o un jugo de naranja (zumo, dicen los españoles).

En mi caso los cambios de impresiones sobre los dos temas eran frecuentes y se llevaban a cabo en niveles relativamente altos pues sucedía que cuando llegué a Cuba era ya conocido en los círculos de escritores porque la revista Carteles, que para 1939 era la más leída*, había publicado cuentos míos —y esa publicación fue lo que movió al Dr. Henríquez a buscarme, primero en Santo Domingo y después en Puerto Rico— y al llegar a Cuba Carteles le dio publicidad a mi presencia en La Habana, de manera que pocos meses después yo frecuentaba las reuniones de escritores, periodistas, pintores y actores teatrales, en las cuales los temas de conversación eran siempre mayoritariamente los de la política cubana y la política internacional. De la última eran parte las noticias de lo que sucedía en la República Dominicana, por lo menos de los hechos que llegaban a conocimiento de los cubanos, hechos que en alguna medida se parecían a los que el pueblo cubano había vivido —y en cierto sentido estaba viviendo— hacía poco tiempo, razón por la cual yo iba adquiriendo desarrollo político debido a que los juicios que hacían los intelectuales de Cuba acerca de los sucesos mundiales, cubanos y dominicanos, equivalieron para mí a cátedras de ciencias políticas en una universidad muy bien calificada.
Bohemia sobrepasaría a Carteles hasta el extremo de que pasó a vender 500 mil ejemplares semanales años después, a mediados de la década de los 40.

Buscando dominicanos anti trujillistas

El Dr. Henríquez estaba casado con la hermana de uno de los líderes más importantes del Partido Revolucionario Cubano y su casa era punto de reunión de miembros y dirigentes de ese partido con la mayor parte de los cuales establecí relaciones de amistad, de manera que en pocas semanas acabé siendo, en el orden político, tan conocedor de la política cubana como cualquiera de ellos, pero eso no significa que había relegado a un segundo plano los problemas dominicanos; al contrario, dediqué mis ratos libres a averiguar dónde vivían algunos dominicanos con los cuales pensaba que debía iniciarse la organización de ese Partido Revolucionario Dominicano que proponía el Dr. Henríquez.

Los dominicanos residentes en Cuba a quienes yo me proponía ver para invitarlos a organizar el partido eran Lucas Pichardo, Pipí Hernández y los hermanos Mainardi, de todos los cuales supe que vivían en La Habana por informaciones de las personas que visitaban la casa del Dr. Henríquez. A Lucas Pichardo lo conocía y antes de salir del país sabía que él estaba en Cuba, pero no lograba localizarlo en La Habana; a Pipí
Hernández no lo conocí en Santo Domingo pero sí a sus familiares, y por ellos estaba enterado de que vivía en Cuba. En cuanto a los hermanos Mainardi, no los conocía pero sabía que eran militantes anti trujillistas. El Dr. Henríquez, que había solicitado un puesto de médico en uno de los barcos de la Compañía Naviera Cubana que viajaban a Santo Domingo y San Juan de Puerto Rico con el único propósito de darle vida al plan de crear el Partido Revolucionario Dominicano, no conocía a ninguno de los dominicanos exiliados en Cuba y por esa razón no podía ayudarme en la tarea de localizar con algunos de ellos, por lo menos, a los que vivían en La Habana.

Mi preocupación por dar con algún dominicano terminó súbitamente cuando estando en una librería en busca de una colección de versos de Federico García Lorca entró un dominicano de apellido Brea que me había sido presentado en Santo Domingo hacía años por Lucas Pichardo. Brea había salido del país antes que yo; se fue como polizón, es decir, escondido en la bodega de un buque de carga que se dirigía a un puerto alemán, y era un tipo humano tan peculiar que aunque hacía mucho tiempo que no lo veía lo reconocí en el instante en que pasó ante mis ojos; al mismo tiempo él me reconoció, y quizá antes de que pasaran 30 segundos después de habernos visto estaba yo preguntándole si sabía dónde vivía Lucas Pichardo. Lo sabía, y como era tan cerca de la librería que podíamos ir a su casa en pocos minutos, fuimos allá y tuve la suerte de encontrar a Lucas, que había formado familia, pues además de casarse con una cubana ésta le había dado un hijo que en ese momento tenía apenas dos años.

Lucas me dijo que Virgilio Mainardi vivía fuera de La Habana, en un lugar llamado El Pino; que no sabía donde vivía Rafael Mainardi pero su hermano Virgilio podía decírmelo; que otro hermano de Virgilio y Rafael residía en Guantánamo, a más de mil kilómetros de La Habana, y en cuanto a Pipí Hernández, no tenía su dirección pero yo podía verlo en la Universidad porque estaba haciendo allí unos trabajos de reparación no sabía de qué.
Ni Lucas Pichardo ni Pipí Hernández quisieron participar en la organización del Partido Revolucionario Dominicano, el primero porque alegó que carecía de las condiciones que a su juicio debía tener un militante político y el segundo porque era trotskista. Ambos iban a morir muchos años después de 1939 a causa de su oposición a la tiranía trujillista. A Pipí Hernández lo asesinó en La Habana un agente cubano de Trujillo y Lucas Pichardo y su hijo fueron fusilados en el año 1959 cuando llegaron al país con los expedicionarios del 14 de junio. Lucas Pichardo fue quien me presentó, pocos días después de haberlo visitado en su casa, al Dr. Romano Pérez Cabral, un médico dominicano que vivía hacía muchos años en La Habana, cuyo consultorio fue el local donde se llevaron a cabo las reuniones del Partido Revolucionario Dominicano que eran habitualmente semanales y nocturnas. El Dr. Pérez Cabral me presentó a otro dominicano, Alexis Liz, hombre de excelentes condiciones, que aceptó, tan pronto se lo pedí, trabajar por la organización del partido que años después sería conocido del pueblo dominicano por las siglas de su nombre —PRD—.

Alexis Liz conocía a dos dominicanos que vivían en La Habana: eran José Franco y Belisario Heureaux, hijo de Lilís. El primero aceptó ser miembro del Partido pero el tipo de trabajo que desempeñaba le impedía participar en las reuniones que, como dije hace poco, eran en su mayoría semanales.

Mientras tanto, yo le escribía al Dr. Giménez Grullón pidiéndole que fuera a Cuba y él respondía alegando que no podía hacerlo de inmediato pero que lo haría cuando resolviera tales o cuales problemas. Para mí, sin su presencia en La Habana no sería posible organizar el Partido Revolucionario Dominicano porque pensaba, como lo dejé dicho en el primer capítulo de estas remembranzas, que ninguna organización humana puede funcionar si no tiene un líder, y antes de que el Dr. Jiménez Grullón llegara a La Habana sucedió algo muy importante: el 15 de noviembre de 1939 se celebró la elección de los diputados que debían integrar la Asamblea Constituyente y las ganó el Partido Revolucionario Cubano, con el cual se habían aliado tres grupos pequeños, y la elección del vocero o líder de los diputados auténticos recayó en Carlos Prío Socarrás, hermano de la mujer del Dr. Henríquez, a quien aludí en el capítulo anterior de esta miniserie diciendo que era uno de los líderes más importantes del Partido Revolucionario Cubano. Por sí sola, esa circunstancia habría conducido al mantenimiento de una relación estrecha entre el Dr. Henríquez y Prío Socarrás, pero se daba el caso de que la madre, un hermano y una tía de Prío Socarrás compartían con el Dr. Henríquez y su mujer los dos pisos superiores, de tres que tenía, del edificio en que vivía el matrimonio Henríquez Prío. La llegada a la segunda planta se hacía entrando por un salón amplio en el cual una noche sí y otra también Carlos Prío se reunía con dirigentes de su partido y fueron numerosas las ocasiones en que, acompañado por el Dr. Henríquez, yo estuve presente en esas reuniones. Al principio, esto es, en los días de mi llegada a La Habana, no tenía ninguna participación en lo que allí se trataba, pero con el andar de los meses fui conociendo a los dirigentes auténticos, oyendo sus opiniones, y acabé tomando parte, como uno de ellos, en todo lo que decían, proponían y acordaban, de manera que mi presencia en esas reuniones equivalía a la de un estudiante de práctica política.

Trabajando para la Constitución de 1940

Además de la publicación de mis cuentos en Carteles y de una conferencia que había dado en el Instituto Hispano Cubano de cultura y otra en el Club Atenas, para ese año 1939, el primero que pasaba en Cuba, en La Habana se habían publicado dos libros míos; uno fue Hostos, el sembrador, edición de la Editorial Trópico, y otro la segunda edición de La Mañosa, hecha por el poeta español Manuel Alto laguirre en su imprenta La Verónica. Dado el desarrollo cultural del pueblo cubano esas publicaciones mías, tanto la de cuentos como la del libro dedicado a Hostos, así como las conferencias mencionadas, me estaban convirtiendo en persona conocida de muchos hombres y mujeres, y yo me daba cuenta de eso por los comentarios de los que me reconocían cuando me hallaba en medio de algunos de ellos, pero nunca pensé que al establecerse la Asamblea Constituyente, la que iba a redactar la llamada Constitución de 1940, la mayoría de los diputados del Partido Revolucionario Cubano (los auténticos) iban a pedirme que trabajara para ellos en una actividad muy delicada, adecuada para ser llevada a cabo por un profesor universitario de ciencias políticas que además fuera cubano, no por un dominicano que ni siquiera tenía el título de bachiller porque no había pasado del tercer año de la Escuela Normal, como se llamaba en esos años en la República Dominicana lo que en Cuba se llamaba Liceo.

La tarea que se me encomendó fue la de estudiar varias Constituciones: la de la República Española, que ya no estaba en vigencia porque desde abril de 1939 el régimen constitucional había sido barrido por el levantamiento militar que llevó al poder al general Francisco Franco; la alemana, conocida con el nombre de Weimar, que había quedado desmantelada hacía seis años porque así lo dispuso Adolfo Hitler, pero había figurado entre las más avanzadas del mundo capitalista; la de Chile, en la que había varios artículos de intención progresista desde el punto de vista social, y por fin la de México, que en ciertos aspectos era tan progresista en el orden social como la de Chile.
Mi trabajo consistiría en analizar los artículos de esas Constituciones que me serían señalados desde el Capitolio, el edificio de puro estilo norteamericano construido por la dictadura de Machado para darles albergue al Senado y a la Cámara de Diputados —que en Cuba se llamaba, como en Estados Unidos, Cámara de Representantes—; una vez estudiados, yo debía redactar un resumen de lo que dijeran esos artículos, y un borrador, para ser discutido por los constituyentes auténticos, del artículo que deberían ellos someter a discusión de la Asamblea Constituyente. Para hacer ese trabajo se puso a mis órdenes el local donde funcionaba la oficina de Carlos Prío Socarrás, que era abogado.

Yo no puedo recordar qué día de qué mes fue proclamada la Constitución Cubana de 1940; lo que sí recuerdo es que dos días antes de la fecha en que iba a ser promulgada el Dr. Henríquez puso en mis manos una tarjeta de entrada en el Capitolio en la cual se señalaba que debía ocupar, para mí solo, un palco, desde el cual presencié la ceremonia con que a los acordes del himno de Cuba la patria de José Martí quedaba regida por la nueva Constitución, ésa que iba a ser bautizada con el nombre de “la de 1940”.

Era difícil organizar el Partido

Con Virgilio Mainardi hice contacto en la Universidad y a través suyo lo hice con su hermano Rafael. Otro hermano, Víctor, vivía en Guantánamo, donde hallé varios dominicanos, entre ellos Manuel Calderón, cuyo hijo, del mismo nombre, sería asesinado, lo mismo que Víctor Mainardi y uno de sus dos hijos, cuando llegaron al país en la expedición del 14 de junio de 1959. También en Santiago de Cuba vivían varios dominicanos: José Diego Grullón, que sigue viviendo allí a la hora en que se escriben estas páginas, David Chamah y su familia, Chepito Saint-Hilaire, Moya Grisanti, Juan Esteban Luna, Bruno de la Cruz, Salomón Hadah, hermano de Abraham el Turquito, hombre de armas muy conocido en la Línea Noroeste porque fue uno de los oficiales destacados de Desiderio Arias, y Carlito Daniel, que en el enfrentamiento armado contra la ocupación militar norteamericana de 1916 ganó tanto prestigio que acabó siendo llamado por sus seguidores nada menos que general, tal vez el último general analfabeto de los muchos que dio el país.

Por fin, Jiménez Grullón llegó a La Habana. Debió ser a mediados de 1941 porque en el mes de noviembre de ese año fuimos él y yo a México donde se reunirían delegados de la Central de Trabajadores de América Latina (CETAL). Allí nos esperaba Ángel Miolán, que trabajaba en la Universidad Obrera. Miolán nos presentó a Vicente Lombardo Toledano, la más alta figura del movimiento obrero latinoamericano, y gracias a su conocimiento del medio conseguimos que se aprobara un acuerdo en el que se denunciaban los crímenes que se cometían en la República Dominicana y la salvaje explotación que padecían los obreros, sobre todo los de las centrales azucareras que formaban el grueso de las empresas industriales del país. La denuncia de la CETAL enfureció a Trujillo a tal grado que Jiménez Grullón, Miolán y yo fuimos declarados en la República Dominicana traidores a la patria.

Yo retorné a La Habana, adonde llegué el mismo día de ataque japonés a Pearl Harbor, pero el Dr. Jiménez Grullón se quedó en México donde debía dar unas cuantas conferencias en la Universidad Obrera. Por esos tiempos mi medio de vida era las visitas a médicos para hacer la propaganda de productos farmacéuticos fabricados en Cuba y la venta de esos productos, todo ello en las provincias de Matanzas y Santa Clara. En vista de que Jiménez Grullón y la poeta puertorriqueña Julia de Burgos vivían en mi casa conseguí que la empresa farmacéutica en que yo trabajaba le proporcionara el mismo tipo de trabajo a Jiménez Grullón, pero en la provincia de Oriente; mientras tanto la organización del Partido Revolucionario Dominicano era dejada para otra ocasión y el Dr. Henríquez insistía en que había que iniciar esa tarea sin perder más tiempo, pero cuando yo le planteaba la necesidad de adoptar un método para llevar adelante ese trabajo él confesaba que no sabía cómo elaborar un plan porque el tipo de organización del Partido Revolucionario Cubano no podía adoptarse para el caso de los dominicanos anti trujillistas que estaban desperdigados en Cuba, en Puerto Rico, en Venezuela, no aceptaba posponer la tarea de proceder a organizar a los dominicanos exiliados en el partido que el Dr. Henríquez me había propuesto crear, y como no lo aceptaba me dediqué a pensar en la manera de solucionar el problema causado por la dispersión geográfica de los llamados a ser miembros de la fuerza política que el pueblo dominicano requería para liberarse de la sanguinaria tiranía que lo oprimía.

La idea de cómo organizar el Partido Revolucionario Dominicano se me había ocurrido de golpe, antes de viajar a México, pero en esos días estaba recargado de trabajo porque además de los viajes de propaganda y venta de los productos farmacéuticos, me había hecho cargo de dos programas de radio que empezarían a pasarse por la estación CMQ —la más importante, entonces, de Cuba— y tenía que hacerme de toda una biblioteca y leer muchos de los libros que iba comprando antes de viajar a México. De esos programas uno se titularía Los forjadores de América, que saldría al aire, como se decía en el lenguaje de los técnicos de la radio, los lunes, miércoles y viernes; el otro sería Memorias de una dama cubana, que se transmitiría los martes, jueves y sábados, los dos a la misma hora: 5 de la tarde. Ambos serían exposiciones históricas, pero de hechos en acción, esto es, en forma de piezas de teatro, el primero de episodios de la vida de las grandes figuras de las luchas por la independencia de los pueblos de América, incluyendo algunos de Estados Unidos, y el segundo de la guerra cubana de 1895-1898 contada por una señora pero escenificada, esto es, poniendo en acción a los combatientes de esa guerra y sus jefes, sobre todo Máximo Gómez y Antonio Maceo.

Antes de viajar a México fui a ver al Dr. Henríquez para exponerle el plan de organización del partido que se me había ocurrido. Mi visita fue larga porque el Dr. Henríquez me hizo muchas preguntas, todas para que yo le aclarara mis puntos de vista sobre las numerosas posibilidades de fracaso del plan que él entreveía. El plan era simple y a mí me parecía que su simplicidad le garantizaba buen éxito. En él se establecía que los dominicanos antitrujillistas exiliados que estaban viviendo en varios países, en Venezuela, en Puerto Rico, en Curazao y Aruba, en Nueva York —todavía yo no estaba enterado de cuántos de ellos vivían en México— que aceptaban ser miembros del Partido Revolucionario Dominicano debían formar comités, uno en cada ciudad de cualquier país donde estuvieran viviendo cinco o más; cada comité elegiría entre sus miembros un director y un secretario, y todos los comités reconocerían como la dirección del partido el de La Habana. El Dr. Henríquez opinó que los comités no debían llevar ese nombre sino el de seccionales porque cada uno de ellos sería una sección del partido, propuesta que me pareció buena y así se lo dije, pero insistí en que la manera de mantener unidos a todos los núcleos de un partido que iba a estar formado por grupos distanciados geográficamente era estableciendo una jefatura común, y esa jefatura debía ser la seccional de La Habana, cuyo director era el Dr. Jiménez Grullón a quien yo había propuesto desde hacía dos años como el líder del partido.

El Dr. Henríquez acabó aprobando el plan que yo proponía y fue aprobado también por los miembros de la Seccional de La Habana, que eligieron director, a propuesta mía, al Dr. Jiménez Grullón. Alexis Liz propuso que yo fuera elegido secretario y el único que no votó a favor fui yo.

En los primeros meses de 1942 viajé a Guantánamo y Santiago de Cuba donde fueron creadas las seccionales de esas dos ciudades, y en el mes de abril fui a Estados Unidos para formar allí la seccional de Nueva York, donde el número de dominicanos no era ni remotamente parecido al de los que llegarían a ser después, pero era mayor que el de los que vivían en Cuba.

El primer congreso

El grupo de dominicanos de México se quedó sin dirección cuando Ángel Miolán se trasladó a vivir en La Habana, donde inmediatamente se incorporó a la seccional habanera. Eso sucedió en septiembre de 1942 y casi inmediatamente después Miolán se ganaba la vida vendiendo solares de un lugar de La Habana donde estaba levantándose lo que en Cuba llamaban un reparto.

Después de mi estancia en Nueva York, donde, naturalmente, dejé funcionando una seccional, y en el mismo año, fui a Caracas, la capital de Venezuela, país en el que eran relativamente numerosos los exiliados dominicanos. Yo había mantenido relaciones con Rómulo Betancourt cuando él estuvo de visita en la República Dominicana poco después de haber salido de su país, donde formó su liderazgo luchando desde una base de estudiantes universitarios contra la dictadura de Juan Vicente Gómez. En Santo Domingo él publicó un libro en el que denunciaba los rigores de esa dictadura. El libro se titulaba En las huellas de la pezuña y yo le ayudé a venderlo. Betancourt había fundado, estando en el exilio, el partido Acción Democrática, y yo no tenía la menor idea de que el emblema y el color del Partido Revolucionario iban a ser similares a los de Acción Democrática, y lo fueron.

Como era natural que sucediera, en Caracas me dediqué a organizar la seccional venezolana del que ya era un partido aunque todavía le faltaba cubrir territorios como el de Venezuela, el de Curazao, el de Aruba y el de Puerto Rico, países en todos los cuales había exiliados anti trujillistas, algunos de prestigio como era el caso de varios de los que residían en Venezuela, entre ellos un médico de nombre en la República
Dominicana, el Dr. Ramón de Lara; un abogado que había sido diputado en los años del gobierno de Horacio Vásquez, Luis F. Mejía. En esa ocasión, sin embargo, no pude permanecer el tiempo indispensable para reunir a una mayoría de los dominicanos que habían salido del país porque se negaban a convivir con la tiranía. En el segundo viaje, que fue en enero de 1943, quedó organizada la seccional y además convocado un representante suyo para participar en el Primer Congreso del Partido, que iba a celebrarse en La Habana a fines de marzo de ese año.

En ese segundo viaje a Caracas fui atendido por la dirección de Acción Democrática; hice amistad no sólo de tipo político sino también de tipo intelectual con algunos escritores venezolanos, el primero de ellos Rómulo Gallegos, que me presentó en una conferencia que di en el teatro Olimpia sobre la situación de la República Dominicana bajo la dictadura de Trujillo, pero también con Andrés Eloy Blanco, que además de ser el más notable de los poetas que había dado Venezuela era también un orador de primera categoría, facultad de que hacía uso sobre todo en los actos públicos de su partido, Acción Democrática.

El Primer Congreso del Partido Revolucionario Dominicano se reunió, como quedó dicho, en La Habana, y duró del 29 de marzo de 1943 hasta el 7 de abril. En él estuvieron representadas todas las Seccionales; se discutió y se aprobó la doctrina del Partido, la misma que había escrito el Dr. Henríquez en el año 1939; se aprobaron sus Estatutos, y con ellos quedó convertida en ley fundamental de la organización el reconocimiento de la Seccional de La Habana como órgano director del Partido con el nombre de Sección Coordinadora; pero al mismo tiempo, a propuesta mía que fue apoyada por Ángel Miolán, se aprobó una condenación del personalismo político, lo que equivalía a decir, el caudillismo.

(Próxima entrega: La lucha por el control del PRD)

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